Compartiendo diáologos conmigo mismo.
Busquemos tiempo para crecer.
(Pararse para prepararse y darse para enmendarse).
I.- DETENERSE ANTE EL CULTO A LA VERDAD.
Lo auténtico siempre nos mueve por fuera y nos conmueve por dentro, hasta vernos y conmovernos en la propia sombra diaria, para incorporarse a un ámbito de evidencia, con una actitud de asistencia y de escucha.
La verdad es el abecedario de los silencios, los silencios son la expresión del Creador; el Creador es el forjador de los mil sueños, sueños que se revierten de imagen y voz; voz que nos llama e imagen que nos llamea.
Todo ha de generar vida y hacerse camino, con un fiel proceder de aprendiz en guardia, poniendo oído a lo que el Señor nos señala en la cruz, el efectivo afecto del leal amor, antes de que la mentira nos pare el corazón.
II.- CEDERSE A LA IDENTIFICACIÓN DE PALABRA.
Con un ánimo dócil y sensato, saboreamos el mensaje y sus conjugaciones universales, gozamos de esa cercanía de pensamientos, que nos hace sentir una mentalidad nueva, y alentar aquello que se opone a lo sufrido.
Dios en la palabra nos retorna a la mística, nos enternece con la visión del niño que fui, y nos estremece con la ternura de su vuelta, con la continuidad del tiempo y del espacio, forjándose luz en cada pulso y a cada paso.
No se nos requiere que seamos inmaculados, pero sí que estemos en vela y en movimiento, en disposición de crecer y en posición de ser, hijos de ese espíritu creativo que no muere; como ese olmo vivo en los labios del alma.
III.- OFRECERSE AL ACOMPAÑAMIENTO.
No hay mejor ofrenda en vida, que el vivirse desvivido por los demás, ofreciendo el don de darse y de donarse en perenne clemencia, para hallar modos de unirse con lo armónico, y de reunirse vinculados al calor del hogar.
La gran familia humana requiere acompasarse y acompañarse, atender el clamor del indigente y entender que hemos de correr a socorrerle, para hacerle más fácil la vida aquí en la tierra, y concebirle igual que a un hermano nuestro.
Acompañar la fragilidad es reabrirse al astro, al astro solidario del reconocimiento del otro, a la constelación de las manos que acarician, al asteroide de los gestos de heroísmo diario, a la gracia de Dios que nos crea y nos recrea.