La imperceptibilidad de los instantes presentes.
Por Angulo Torres Melchisedech.
Es precisa la oscuridad de la noche para poder abrazar un nuevo sol cada mañana. Algo complicado es entender la expresión de quienes se mueven a altas horas de la madrugada cuando no les queda de otra. Ahí es como la otra cara de una moneda que casi nadie ve, pareciera que no hay prisas o que se congelara el tiempo. Se aprecian otros horizontes.
Que no recordemos el lugar donde nacimos no significa que en su momento no lo pensamos. Todos llegamos a esperar con afán un nuevo día para ser con él algo diferente. Las bibliotecas nos recuerdan que fuimos creados y de igual manera somos seres creativos. Pues los libros no sólo son amuletos, ni los árboles nada más nos dan sombra.
Los niños caminan muy rápido, sin antes dominar su cadencia ya gustan de correr a toda marcha. A veces son más puntuales que uno, en ocasiones llegan después de nuestro paso. No son ojos por que ven sino por que ven que los miran. A los cinco años ya juegan a cosas que a cualquier trabajador, del oficio que se quiera, para aprender le llevó años de experiencia.
A los niños les sigue la calma de su llegada, dan mejores lecciones de madurez que el mejor de los catedráticos, conocen su puntualidad, pues sin que ellos lo sepan uno como mayor aprende de ellos. Aunque solo perciban de los adultos enojos y malos humores. Son incluso más célebres ya que tienen imaginación de sobra.
Y aún así, siendo relojes digitales, se interesan por un reloj de arena, hasta por un reloj de sol. Por ello son tan significativos los momentos que se han transmitido de generación en generación. Los segundos marcan cansancios y sacrificios, los minutos todo aquello que somos capaces de cultivar y las horas marcan signos, de grandes momentos de amor.